miércoles, 10 de noviembre de 2010

II

Fue hace mucho cuando mi abuelo fue internado en el hospital, esos días en los que ya viviamos en la capital. Desde siempre sufría mucho del corazón, pero esta vez algo era distinto en él, ya no se veía la alegría en sus ojos ni la risa en su boca. Esa simpatía que siempre lo caracterizó se había esfumado en dos días, para el tercero ya no respondía. Rápidamente lo llevamos con la ayuda de mi prima, que por suerte ese día estaba con nosotros en el departamento. Paso una semana cuando recien pudo respirar y hablar como lo hacia antes, pero aun así los doctores ya habían dicho que quedaba poco, muy poco.

Cuando lo pasaron a piso su compañero de cuarto era algo de lo más retorcido que jamás he visto. Era un anciano desagradable tan viejo que el pellejo se le pegaba a los huesos dando la impresión de que de un espectro se tratara. Su espalda encorvadan y su puntiaguda nariz lo asimilaban a un buitre, y era justamente lo que eso era, un buitre, como acechaba la camilla de mi abuelo con sus maldiciones y gritos en lenguas muertas, tan muertas que ni en la antiguedad se entendían. Su piel desparramada sobre sus ojos no evitaba que nos acechara con su invisible mirada y su sonrisa sin dientes no hacía más que perturbarnos. Se burlaba de manera incompresible de nosotros y de mi abuelo sin razón aparente, con su pusilanime dedo nos proliferaba, pero sobre todo a mi abuelo mientras se retorcía en la cama como si de convulsiones se tratara.

Por un momento paró, justo cuando había llamado a la enfermera para que lo sacasen de acá antes de que se pusiera peor. Pero en eso de una vieja y sucia bolsa que era lo único que tenía como pertenencia, saco un raro artefacto que parecía de esas viejas películas de aventureros. Un collar digno de alguna perdida tribu africana. Eran dos pequeñas pequeñas piernas humanas encogidas y grises como la piel de los muertos, lo único que las mantenía como una sóla unidad era la oxidada cadena que estaba sujetada a ambos extremos de estas diminutas piernas, se la puso por detrás del cuello como una suerte de collarín cuando empezó a cantar y llorar de manera que en las demás habitaciones los pacientes más graves y ancianos suplicaban para que lo callasen.

En un santiamen, más rápidos que la ambulancia llegaron los médicos y sus asistentes todos desfilando de blanco por la habitación con jeringas y vendas para socavar con el maldito pajaro. Con la inyección a medio acabar clavada aún en su cuello se llevaron al perverso por el ascensor de servició para ocultar las degracias de este hospital. Conforme la enfermera iba cerrando la puerta del cuarto podía ver apenas por retazos la figurina desporporcionada de aquel hombre que aun retorciendose ingresaba por el ascensor desolado. Ni bien se cierra la puerta con el pestillo, volteo a mi abuelo para ver como se encontraba: inmutable como todo el momento que había transcurrido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario