lunes, 29 de noviembre de 2010

III

Conforme se iba aproximando la fecha para renovar esos documentos de la hacienda y del personal que tenía mi abuelo en el campo, los recuerdos, las pesadillas y cosas que aún no entiendo se hacían cada vez más intensos. Memorias perdidas como la del anciano del hospital golpeaban mi mente de manera imprevista, como si vinieran sin ser llamados. Mujeres llorando, hombres gritando, niños desconsolados, era todo lo que podía escuchar en las noches. No soy mucho de confiar en loqueros, pero una amiga me recomendó asistir a uno, salía del restaurant a las 6 de la tarde, y el doctor no se encontraba muy lejos de aquí, cogía el carro y me iba a su viejo departamento que de casa lo convirtió en consultorio.

Le conté todo lo que mi subconsciente me narraba al oído en los últimos días, le sugerí que podía tratarse de esos mensajes metafóricos que a veces lo más escondido de tu mente te avisaba por cosas imperceptibles que pasaban en tu día a día. El psicólogo, siendo tan científicamente riguroso como se podía me trataba de relajar con esas sesiones de relajamiento mental de las que todos comentan sus beneficios y virtudes, pero que pocos han demostrado que efectivamente funcionan. Me dejaba casi dormido, de tal manera que solo balbuceaba por casi una hora. Me preguntaba bastante acerca de mi madre, le confesé que nunca la conocí. Mi abuelo toda mi vida me conto que había muerto cuando me dio a luz. Mi padre? el murió dos meses antes de que yo naciera, era todo un militante de izquierda, de esos de antaño que ahora se miran con nostalgia y esperanza en los viejos libros de ciencias sociales. Nunca fue una figura importante en su ámbito, pero me contaban que siempre fue muy fiel a su causa. Siempre me he preguntado por que nunca heredé esa pasión que él sentía por las nobles y honorables causas, o al menos esa fortaleza que no lo abandonó ni siquiera en el momento que 4 caballos lo aplastaron dando fin al deseo de conocer a su hijo que estaba pronto por nacer. Prácticamente toda mi familia fue mi abuelo en esos días en que las mineras aún no habían contaminado los árboles y los ríos. Su esposa, mi abuela, falleció 10 años antes de mi nacimiento. Un fuerte invierno que azotó la zona esa temporada la contrajo por 3 meses con una enfermedad que ni siquiera el Doctor Rivera, reconocidísimo médico de enfermedades virales que llegó al pueblo por decisiones del estado, pudo curarla de su mal.

Desde ese momento, mi abuelo vivió sólo su vida en el campo con la gente que tenía a su alrededor, sus peones que siempre lo trataban con mucho respeto y con las comadronas que nunca dudaban en hacerle cualquiera tarea que él les daba. Para ese entonces mi madre, su hija, ya vivía en la capital trabajando como secretaria de una pequeña firma de abogados del centro en la cual trabajaba un joven hombre de letras recién graduado de la nacional quien dos meses después estarían saliendo a un café, al malecón y luego a algún altar. Eso fue todo lo que supe alguna vez de ellos por parte de amigos que tuvieron en sus épocas de amor y libertad. Mi abuelo, con todo lo que ganaba en la hacienda pudo pagarle cualquiera universidad privada de aquí o allá, para que estudie una muy bien remunerada carrera como doctora, arquitecta o ingeniera, pero ella simplemente se fue sola a la ciudad a comenzar por su cuenta. Mi abuelo siempre me decía que tuvieron una discusión cuando ella fue joven, que fue tan tonta como la juventud en sí y que ya no valía la pena recordarla otra vez. Cada vez que le trataba de extraer a retazos la información que en sus labios trataba de escapar de su recelo y melancolía, su cara mostraba una facción de compostura y silenciaba nuevamente. Al enterarse de su muerte por diarios con titulares atrasados, viajó rápidamente a la ciudad para buscar el único heredero que tendría alguna vez en la vida.

Fue así como me salvó del orfanatorio para llevarme y criarme en la campiña serrana. Curiosamente pasaba muy poco tiempo en la casa, sólo estaba ahí en las noches para dormir luego de haber jugado todo el día en el campo con los hijos de los campesinos que saliendo de la escuela jugábamos pelota al lado del río o simplemente recostarnos en la sombra de un viejo árbol dispuesto a dar refugio. Los niños siempre me acompañaban hasta la gran entrada de madera y yeso que protegía la estancia de mi abuelo, al momento de entrar a la casona, siempre lo veía sentado en su viejo sillón que él afirmaba haber sido original de su antepasado español que conquisto estas tierras. Al lado de la chimenea siempre me saludaba con esa tierna sonrisa que sólo te la da la experiencia y me sentaba en su rodilla aún fuerte como la de los caballos que montaba para decirme que algún día todo sería mío y por eso debía ser un hombre muy inteligente y hábil para ser tan grande como él. Desde muy pequeño me trataba de formar como un ingeniero agrónomo para ser el hacendado más grande de la región y el país, aunque yo siempre soñaba entre los recreos de la secundaria y los arrullos de las piedras del río en ser escritor. Mi abuelo, en toda su paciencia y compresión me explicaba que debía pensar bien las cosas o si no sería un ebrio más de la cantina del pueblo, embriago de amores imposibles y de historias no escuchadas.

Pasados los años me terminó enviando a la ciudad a estudiar la carrera que desde siempre me aconsejo. Nunca me gustó del todo, pero era muy bueno en números y a pensar lógicamente, me dio bastante ventaja y suerte sobre los demás compañeros para que los profesores me elogiaran y me recomendaran sobre otros colegas. Al poco tiempo mi abuelo se mudó conmigo y fue en ese entonces los días cuando vivíamos en el departamento, fueron los años en que empezó a enfermar al corazón y a los pulmones; siempre se quejaba de la ciudad y de cómo las cosas y las personas funcionaban mal. Fue seguramente esta depresión lo que lo llevó a la habitación del viejo para luego morir. A pesar de que el Estado intento quitarnos la propiedad, mi abuelo se las ingenió para vender todo entre sus trabajadores y ganar algo de dinero para darse una vida digna y acá y poder pagar mis estudios que creo que nunca aproveché. Como nunca volvimos a tener la haciendo que debía gobernar, a pesar de que mi abuelo siempre afirmaba que algún día volveríamos a obtener nuestro legado familiar, muchos me llamaron por mi listín de notas y mi buen apellido, pero nunca pude durar más de seis meses en una oficina que pedía de mí cosas que ni yo podía encontrar. Fue por eso que entre despacho y despacho terminé laborando en un restaurant con aires de grandeza francesa, gracias a una vieja amiga que conocí en la universidad. No es el mejor trabajo del mundo, pero me da para vivir y tiempo para pensar. Aunque este oficio se acomode a mis necesidades para escribir nunca he podido terminar ni un poema porque nunca sentí que sea lo suficientemente fuerte o bueno para publicar, o al menos para darle un punto final.

Eso fue todo lo que conté al doctor, silenció por un buen tiempo mientras jugaba con el lapicero en sus dedos y el cuadernillo sobre su rodilla. Lo cerró, guardo la punta del lapicero, alzo la mirada acomodándose sus viejos lentos y me miró fijamente. “Haz dejado algo en el campo.” me dijo. No entendí bien al comienzo, pero me explicó que una parte importante de mí se ha quedado ahí, y por eso conforme se acercan los días para volver para solucionar esos papeles, esa parte me llamaba cada vez con más fuerza y desesperación.

La voz se hacía más clara.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

II

Fue hace mucho cuando mi abuelo fue internado en el hospital, esos días en los que ya viviamos en la capital. Desde siempre sufría mucho del corazón, pero esta vez algo era distinto en él, ya no se veía la alegría en sus ojos ni la risa en su boca. Esa simpatía que siempre lo caracterizó se había esfumado en dos días, para el tercero ya no respondía. Rápidamente lo llevamos con la ayuda de mi prima, que por suerte ese día estaba con nosotros en el departamento. Paso una semana cuando recien pudo respirar y hablar como lo hacia antes, pero aun así los doctores ya habían dicho que quedaba poco, muy poco.

Cuando lo pasaron a piso su compañero de cuarto era algo de lo más retorcido que jamás he visto. Era un anciano desagradable tan viejo que el pellejo se le pegaba a los huesos dando la impresión de que de un espectro se tratara. Su espalda encorvadan y su puntiaguda nariz lo asimilaban a un buitre, y era justamente lo que eso era, un buitre, como acechaba la camilla de mi abuelo con sus maldiciones y gritos en lenguas muertas, tan muertas que ni en la antiguedad se entendían. Su piel desparramada sobre sus ojos no evitaba que nos acechara con su invisible mirada y su sonrisa sin dientes no hacía más que perturbarnos. Se burlaba de manera incompresible de nosotros y de mi abuelo sin razón aparente, con su pusilanime dedo nos proliferaba, pero sobre todo a mi abuelo mientras se retorcía en la cama como si de convulsiones se tratara.

Por un momento paró, justo cuando había llamado a la enfermera para que lo sacasen de acá antes de que se pusiera peor. Pero en eso de una vieja y sucia bolsa que era lo único que tenía como pertenencia, saco un raro artefacto que parecía de esas viejas películas de aventureros. Un collar digno de alguna perdida tribu africana. Eran dos pequeñas pequeñas piernas humanas encogidas y grises como la piel de los muertos, lo único que las mantenía como una sóla unidad era la oxidada cadena que estaba sujetada a ambos extremos de estas diminutas piernas, se la puso por detrás del cuello como una suerte de collarín cuando empezó a cantar y llorar de manera que en las demás habitaciones los pacientes más graves y ancianos suplicaban para que lo callasen.

En un santiamen, más rápidos que la ambulancia llegaron los médicos y sus asistentes todos desfilando de blanco por la habitación con jeringas y vendas para socavar con el maldito pajaro. Con la inyección a medio acabar clavada aún en su cuello se llevaron al perverso por el ascensor de servició para ocultar las degracias de este hospital. Conforme la enfermera iba cerrando la puerta del cuarto podía ver apenas por retazos la figurina desporporcionada de aquel hombre que aun retorciendose ingresaba por el ascensor desolado. Ni bien se cierra la puerta con el pestillo, volteo a mi abuelo para ver como se encontraba: inmutable como todo el momento que había transcurrido.

martes, 9 de noviembre de 2010

I

Estabamos caminando por un oscuro pasadiso con baldozas de un color verde hongeado por los años, no era mucho de visitar a mi tía, pero este día en especial estaba libre y sentía la necesidad de hacer algo nuevo. Ella es visitadora médica y este vez la designaron al hospital más viejo de la ciudad, uno que es bien conocido por todo aquel que vive por acá, pero al que nadie sabe llegar. Escondido entre las ortogeométricas cuadras, el bullicio del tráfico y la suciedad de los transeúntes. Acababamos de comer un ligero almuerzo en una cafetería del centro charlando de mi vida en el campo con mi abuelo y de como las malas maniobras del Estado nos trajeron a la ciudad capital. Ni bien terminamos nuestra breve comida fuimos caminando al hospital. Después de todo no estaba muy lejos, así que dejé el carro cuadrado en esa esquina.

El lugar era lúgubre y triste, no se si será impresión mía, pero la putrefacción se sentía no sólo por el olfato, sino también por los ojos y oídos. Como era de esperarse, el gobierno le daba muy mal trato al seguro social y a los pacientes que aquí se atendían. Era un milagro que los doctores atendieran a tiempo...y con respeto. Si te cedían el paso en la cola cuando eres mayor de edad, agradecele con toda tu vida a la señorita de la ventanilla. El hospital era inmeso, casi veinte pisos de enfermos y escapelos por todas partes, pero nosotros nos dirigimos al sótano, donde tenía que ir mi tía. Era la zona más solitaria de todo el edificio, tan escondido bajo la tierra que ni los sonidos de la procesión religiosa mostraba alguna señal de fervosidad. Ella me explicaba que este era el pabellón designado para "los casos extraños"; lo más cercano al infierno era lo que decían los interinos de aquí. El nombre me parecio sumamente bizarro y como si fuera una mala broma de alguna película, pero efectivamente vi cosas que los más viejos y reconocidos médicos de psiquiatría llamarían como "lunáticos". Un largo pasadizo que recorría a todo lo largo del hospital de un verde que solo se puede encontrar en esas casas tipo buque de los 50's. A cada lado del pasillo se encontraban puertas metálicas que superaban en demasía al tamaño de un hombre corriente, como si fueran a meter ahí grandes animales que solo vemos en los circos de Julio. Una tras otra, tan seguidas que casí se pierde la división de cada una. Pero justo en medio de cada puerta había una pequeña ventana con barrotes por dentro como si alguien intentara romperla. Algunos de los cuartos estaban vacíos, otros llenos de médicos y enfermeros y otros simplemente sellados con candados.

Cuando caminaba lentamente respirando ese olor que uno sólo siente en pesadillas veía como mi tía sentía eso también, pero en su rostro se mostraba una normalidad que solo se lográ cuando la rutina nefasta te obliga a acostumbrarte, como un soldado al jalar un gatillo. En una de las habitaciones vi un doctor parado a espaldas de la puerta con una pequeña tabla y un lápicero de esos que solo te regalan una vez en la vida interrogando a una paciente, parecía ser mujer, digo esto por que sólo llegue a verle las manos que estaban muy inquietas, nerviosas, más bien anciosas por saber algo, como si la duda le hubiera carcomida el resto del cuerpo. En eso, cuando nos aproximamos escuché como la misteriosa mujer con la voz quebrada preguntaba por su hijo. El doctor ahí presente respondía con un acento tan irónico que ni el mismo se lo creía; sólo respondía que su hijo estaba bien, que ha tenido leves dificultades, pero que pronto se lo mostrarían para que lo vea. Fue lo único que pudo escuchar mientras volteaba para ver de reojo tan extraña escena que se perdió mediante la puerta semi abierta ya cerraba el ángulo que formaba con la pared.

En otras habitaciones veía casos similares, pero cada uno con cierta autonomía sobre los otros. Hombres, mujeres, ancianos y niñas, todos ellos aislados en un rincón o parados en medio del cuarto hablando sinsentidos con los asistentes, que en el peor de los casos tenían que sujetarlos para poder calmarlos e inyectarles esos calmantes que te aflojan el cuerpo. Sin embargo, luego de que mi tía terminará de hablar con el médico de piso, o más bien, médico de sub-piso, nos dirigiamos al final del pasillo para tomar las escaleras que se encontraban en ese lado, pero justo veo el último cuarto a la derecha, el único que tenía un cartel en la puerta escrito en rojo esas letras que sólos doctores pueden entender. No obstante, veo por la sucia ventanilla a una joven mujer con una camisa de fuerza siendo sujetada por 4 hombres, todos ellos jóvenes y fornidos, pero ella sólo se quedaba parada mirando fijamente por la ventana en dirección a mi. Fueron segundos de miradas furtivas, pero no podía dejar de contemplarla. Poseía una belleza tan única y deseada, ella no tenía todos los atributos que la televisión vende, pero su palidez, su negro cabello lacio y sus largos ojos azules me penetraban de manera que me enamoraba, me intoxicaba, me obligaba a entrar a ese cuarto y sentirla, pero a la vez me alejaba y la misma penetración me hacía sentir pavor con tan sólo verla. Me aterraba como podía seducirme esa mujer. Esos sentimientos encontrados me marcaron para toda la vida, pues nadie más me había hecho sentir así. Ya no pude más con su atracción fatal, no tuve más remedio que voltear para el frente y seguir caminando hacia la salida.

- Ya la conociste-dijo mi tía.

-A quién?

-A la favorita de aquí.